Aquella experiencia de servicio en 2003 fue una introducción a lo que vendría, pues en mi segunda visita al Ashram, en el año 2006, volví a dedicarme a los pinceles, bueno, más bien a las brochas.
Cada año en el mes de febrero/marzo, dependiendo del calendario lunar, en la India se celebra la noche de Shiva, una de las principales deidades del Hinduismo. Para esta celebración siempre llegan muchas personas al Sri Premananda Ashram, y por lo tanto para alojar a estos visitantes es necesario poner a punto algunas instalaciones que el resto del año no son utilizadas al ciento por ciento.
En 2006 pinté varios baños, que se tratan en realidad de estancias sin techo, con un grifo y espacio suficiente para verterse el agua de los baldes con algún recipiente, además de para lavar la ropa y para colgarla.
También ayudé a pintar las fachadas de un par de edificios pequeños y además contribuí a pintar el techo de lo que sería una habitación para meditación; en este caso la tarea tuve que realizarla mirando hacia arriba, y con la pintura cayendo sobre mis ojos sentí lo que sintiera Michelangelo al pintar la Capilla Sixtina, aunque con un resultado más modesto, que sea dicho.
No todo el servicio es pintar, sin embargo; cuando el calor es agobiante los trabajos de oficina son útiles y siempre hace falta alguna traducción castellano-inglés o simplemente me dedico a ensobrar alguna de las cientos de cartas que el Ashram envía a sus miembros y amigos espirituales.
Vacaciones perfectas
En rigor de verdad, estas visitas al ashram son para mí las vacaciones perfectas, pues estoy en un ambiente espiritual, y como mi servicio es voluntario yo soy mi propio jefe, digamos. En ese sentido puedo decidir cuando detener la faena para beber, comer, dormir, etc. o incluso puedo decidir no trabajar un día si no tengo ganas. Evidentemente uno cumple con el compromiso adquirido pero sin presiones excesivas y al propio ritmo.
Si hasta este punto se trata de las vacaciones perfectas, imagínense cuando descubrí un nuevo rol con los chicos del orfanato: Profesor de fútbol.
Resulta que un residente del ashram, con sangre india pero criado en Holanda, había instaurado el fútbol como parte del entretenimiento de los niños. En la India el fútbol no es un deporte popular, totalmente eclipsado por el cricket, el hockey sobre césped e incluso el volleyball. Sin embargo, para los niños del orfanato no es realmente importante lo que se juegue sino el jugar en sí mismo, y sobre todo cuando hay terceros que se interesan por ellos, ya que es evidente que lo que más necesitan es afecto.
En concordancia con la vida del ashram, los niños se levantan a las 4:30am y se bañan con el agua que sacan de las bombas de mano. Cada uno tiene su propio balde, jabón y toalla. Si a alguien le parece un poco duro este modo de vida, basta con ver la alegría con la que los chicos realizan su higiene matinal para cambiar de opinión. Somos únicamente los visitantes, los que todavía en estado de duermevela, nos movemos taciturnos a esas horas.
Como es sabido, en la India la pobreza es mucho más flagrante que en los países occidentales; el sólo hecho de tener un lugar que los cobije, hace de estos niños unos privilegiados. Más aún, teniendo en cuenta que se trata de un ámbito puramente espiritual.
A la hora de las comidas se pueden ver largas colas de infantes, plato de lata en mano, dirigiéndose hacia el comedor. Diariamente, 290 kilos de arroz y 185 kilos de verduras son cocinados en la nueva cocina del ashram.
Los niños pasan gran parte del tiempo en la escuela, y entre sus actividades diarias han de lavar su propia ropa y ayudar una hora por día (½ hora por la mañana y ½ hora por la tarde) en el mantenimiento del ashram, que viene a ser su casa. Entonces se pueden ver barrendera/os, jardinera/os, lavandero/as, etc., todos ellos en tamaño de bolsillo, y con una gran sonrisa. Y esto no es un adorno literario, es estrictamente veraz.
Los indios en general son sonrientes, a pesar de las condiciones externas adversas que muchas veces les toca enfrentar. Mucho más sonrientes son los niños que, como en todos lados, llevan la pureza y la alegría como estandarte.
Por supuesto, también hay tiempo para jugar y al igual que en todo el mundo, los chicos se vuelven locos por una pelota.
El paraíso del futbolista espiritual
Mi padre es un muy buen jugador de fútbol y ya, en un viaje anterior, había sentado altos precedentes en el campo de juego del ashram.
Al partir profetizó: “Pronto vendrá mi hijo”.
Unos meses después llegué al ashram y para recuperarme del largo viaje estaba durmiendo una siesta, de la cual fui sustraído por el atávico sonido de un balón rebotando contra un pie. Me dirigí al campo de juego siguiendo el inequívoco rumor y una vez allí fui recibido con tal expectación por el “entrenador” y por los niños que, debo admitirlo, me sentí presionado.
Todos me miraban y, al parecer, se alegraban de mi presencia. Prem, el muchacho holandés que hace las veces de entrenador y capitán, me puso inmediatamente en su equipo. Obviamente yo quería que cada una de mis jugadas fuera más que buena, ya que los antecedentes sentados por mi padre habían dejado mucha huella y yo, como su sucesor, había de cargar con el peso de, al menos, igualar su categoría.
Mis compañeros me la pasaban siempre y los rivales me seguían de a tres. Con un estilo de juego claramente distinto al de mi padre me las rebusqué para jugar bien, aunque reconozco que aquí no es difícil destacarse.
Los partidos de verdad se juegan con los chicos más grandes, es decir entre 15 y 18 años, mientras que a la hora de las “clases” se unen los más pequeños.
El nivel futbolístico es malo, lo cual es entendible ya que estos chicos jamás jugaron, ni tampoco vieron fútbol, o sea que cada movimiento es más bien basado en la intuición, por eso por ejemplo, si un balón llega por elevación, no conocen el concepto de cabecear y prefieren levantar la pierna a dos metros de altura. Es una constante que, sin nada de mala intención, estos chicos jueguen con las piernas a una altura karate-kideana, aunque siempre descalzos, eso sí.
Sin duda estos partidos son el sueño del futbolista espiritual: Todos me pasan la pelota y quieren jugar conmigo, todos me respetan, casi demasiado diría; aparte de que es un festival para tirar túneles y mostrar habilidades que no podría lucir en otra parte; sumado a que cada vez que pido un pase o digo el nombre de un compañero es como si repitiera un mantra (es decir, sílabas que son consideradas sagradas) pues los chicos tienen nombres religiosos referentes a la divinidad, llamándose por ejemplo “Hari”, “Kartikeya”, “Pradip”…
Repitiendo Nombres
Profundizo: La práctica de yapa (que en sánscrito significa repetición) consiste justamente en la repetición de los nombres sagrados de la divinidad, y es una de las prácticas espirituales más comunes. A través de ella uno fácilmente concentra su atención en un punto elevado y, según se sabe, es una de las formas más útiles de purificar la mente y alcanzar un estado profundo de meditación.
Una historia clásica a este respecto, que retrata los beneficios de japa, es la de Valmiki, un gran poeta clásico de la antigüedad, que tras caer en desgracia económica se convirtió en un ladrón asalta caminos para mantener a su familia. Un día, escondido en el bosque donde siempre sorprendía a sus víctimas, quiso robar a un sabio que pasaba por el lugar, ante lo cual el sabio le preguntó si alguno de los miembros de su familia estaba dispuesto a hacerse cargo del karma (resultados de las acciones realizadas en el pasado, regidos por la ley de causa y efecto) de sus actos.
Perturbado por ésta pregunta Valmiki inquirió en su hogar y todos se negaron a asumir parte de ese mal karma, a la vez que le recriminaron que su deber como padre era mantener a su familia, por lo que él era el único responsable de la manera en que cumplía ese deber.
Una vez que Valmiki regresó al bosque el sabio le aconsejó sentarse bajo un árbol y repetir ininterrumpidamente el nombre de Rama, uno de los grandes profetas del Hinduismo.
Siete años más tarde el sabio regresó al bosque y quiso saber si aquel ladrón seguía bajo el árbol; buscó por un rato y no logró encontrar al ladrón, aunque junto al árbol pudo escuchar un tenue murmullo que repetía “Rama, Rama, Rama…”, proveniente de debajo de un gran hormiguero. Se trataba de Valmiki, que no se había movido por los últimos siente años, dejándose incluso cubrir de tierra, y que merced a repetir sin cesar un nombre divino había logrado la iluminación.
Ahora bien, tomando esta historia como modelo, me viene por pensar que si juego al fútbol en el ashram una hora por día, repitiendo los nombres divinos de mis compañeros y rivales, entonces, ¿cuántos partidos debería jugar para llegar a la iluminación?
Pues bien, el cálculo arroja 61.320 horas para llegar, por ejemplo, a los 7 años, y por ende se trataría del equivalente a 61.320 partidos de fútbol. Parece mucho, no sé si podré llegar a jugar tantos partidos en esta vida.
Sin embargo, no me resigno. Imaginen que perfecto sería estar en el minuto final de uno de esos partidos ideales, pedir una vez más un pase a «Rama» o a «Vishnu», y pegándole de lleno a un balón con destino de gol, sin más trámite, alcanzar la iluminación.
IMPRESIONANTE!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Muy bueno, si llegás a perder ese ingenio cuando te ilumines, mejor quedate en el sombrío velo de Maya.